lunes, 29 de diciembre de 2008

La Inquisición española

Indagar en la historia es una manera de repensarse que conviene practicar con cierta regularidad terapéutica. El caso que nos ocupa se revela interesante, no sólo para mirar al presente en su vertiente religiosa, sino en cualquier otra.
El Tribunal del Santo Oficio o de la Santa Inquisición fue fundado en 1233 por Gregorio IX con el propósito de perseguir cualquier tipo de herejía. En 1542 Pablo II lo refundó como Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición. En 1908 el Papa Pío X la rebautizó con el nombre de Sagrada Congregación del Santo Oficio. Pablo VI estableció en 1965 el que es su actual nombre: Congregación para la Doctrina de la Fe. En 1988, siendo prefecto de la misma el Cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, Juan Pablo II definió que “la tarea propia de la Congregación para la Doctrina de la Fe es promover y tutelar la doctrina de la fe y la moral en todo el mundo católico. Por esta razón, todo aquello que, de alguna manera toca este tema, cae bajo su competencia”.
La Santa Inquisición española tuvo sus propias características. Fray Tomás de Torquemada, confesor de los Reyes Católicos, fue primero Inquisidor General de Castilla (1483) y después Gran Inquisidor General de España (1487).
John Lynch nos ilustra sobre las actividades de este organismo:

“El procedimiento de la Inquisición medieval era la típica inquisitio, es decir, el inquisidor actuaba simultáneamente como fiscal y como juez […] 
Cada localidad había de ser visitada anualmente por un inquisidor que publicaba solemnemente un Edicto de Fe que, en forma de encuesta minuciosa, imponía a cada cristiano bajo la pena de excomunión mayor la obligación de denunciar a los herejes que conociera. Cuando el propio tribunal advertía una situación sospechosa –lo que tuvo efecto principalmente durante el primer siglo de existencia- empezaba su actuación con la promulgación de un Edicto de Gracia, que concedía un plazo de 30-40 días a todos los que quisieran presentarse voluntariamente para confesar sus faltas y errores. La confesión significaba la mayoría de las veces el perdón y sólo castigos menores, aunque implicaba la condición de que el penitente diera a conocer los nombres de sus cómplices. Ambos Edictos daban pie a serios abusos, en especial el de la Fe, pues, al imponer la denuncia, obligaba a los fieles a cooperar en la tarea de la Inquisición y hacía de todos su agente o su espía, constituyendo además una tentación irresistible para los ajustes de cuentas privados. Por lo general los dos Edictos producían una avalancha de denuncias –también se esperaba que proporcionaran los nombres de los testigos-, siendo éstas o las pesquisas de los inquisidores mismos las que ponían en marcha el proceso legal.Si se aceptaban las acusaciones, el acusado ingresaba en las cárceles secretas de la Inquisición; generalmente era bien tratado, aunque absolutamente incomunicado del mundo exterior y privado de todo contacto con su familia y amigos. Entonces el caso iba siguiendo su camino, lento y rigurosamente secreto, y dando por supuesta de cabo a rabo del proceso la culpabilidad del acusado. Pero el mayor defecto del procedimiento judicial de la Inquisición española residía en el hecho de que el acusado no podía conocer la identidad de sus acusadores ni la de los testigos, quienes por lo tanto actuaban al margen de toda responsabilidad, mientras el enjuiciado se encontraba desarmado para formular su defensa. Sólo tenía un recurso: redactar una lista de sus enemigos y si entre éstos había alguno de los acusadores, no se tomaban en cuenta sus declaraciones. En cualquier otro caso, se aceptaba casi todo tipo de pruebas o testigos para la acusación, al tiempo que las preguntas a hacer a los testigos de descargo y aun su mismo llamamiento quedaban a la discreción de los inquisidores. Una vez quedaba listo el caso para la acusación, sólo entonces podía comenzar a organizarse la defensa. Se concedía al acusado un abogado de nombramiento oficial, aunque el enjuiciado podía recusarlo y pedir otro. También se le daba un consejero, con la función de convencer al acusado de que debía hacer una confesión sincera. La presión del consejero, junto con el desconocimiento de los acusadores y testigos debilitaban la posición del defendido, debilidad que el propio abogado y testigos apenas podían esperar superar. El secreto de los informantes y testigos fue, sin duda, una innovación en España, alarmó a los contemporáneos e ignoró el procedimiento vigente en los demás tribunales. Pero todavía se hacía más desesperada la posición del acusado por el poder que la Inquisición tenía, como otros tribunales de su tiempo, de recurrir a la tortura con el fin de obtener pruebas y la propia confesión. No podía llegar al derramamiento de sangre ni nada semejante que causara lesión permanente; pero todavía quedaba sitio para tres dolorosos sistemas de tortura, bien conocidos y no exclusivos de la Inquisición: el potro, las argollas y el tormento de agua. Aunque su empleo no era frecuente e iba acompañado de vigilancia médica, resultaban horriblemente inadecuados en materia de conciencia.
Una vez reunidas las pruebas y, si era necesario, obtenido el dictamen de los teólogos calificados –todo lo cual llevaba largo tiempo, a veces cuatro o cinco años-, se llegaba a la sentencia. Si el acusado confesaba su culpa durante el juicio pero antes de la sentencia y se aceptaba su confesión, se le absolvía y se iba con un castigo ligero. En otro caso, la sentencia era absolutoria o condenatoria. Una resolución de culpabilidad no significaba necesariamente la muerte. Ante todo dependía de la gravedad de la culpa; le pena, que derivaba del derecho medieval civil y canónico, podía incluir un castigo, una multa o el azote, por culpas menores; las temidas galeras o la arruinadora confiscación de bienes, por culpas más graves. Pero también dependía de muchos otros factores: circunstancias de tiempo, carácter del acusado y sobre todo el temperamento de los jueces, ya que no todos eran igualmente implacables. Proporcionalmente al número de casos, la pena de muerte fue rara. En cambio, un hereje arrepentido que cae de nuevo nunca escapa a la pena capital. Los que persistían en la herejía o en su recusación de culpabilidad, eran quemados vivos. Los que abjuraban a última hora y después de la sentencia, fueran o no sinceros, primero eran estrangulados y luego quemados […]
Habiendo nacido como instrumento de miedo y terror entre los fieles, el auto de fe pronto degeneró en ocasión social de excitación malsana, llegando a ser una especie de entretenimiento religioso para celebrar una boda real o una visita del monarca y otra función pública. Pero sólo en los casos más sonados se terminaba en un auto de fe. En los demás las sentencias se promulgaban privadamente.
A pesar de que la Inquisición española fue fundada para ocuparse ante todo de los conversos, su jurisdicción se extendió a cualquier asunto de herejía; por tanto, también prestó atención a los moriscos convertidos y a los herejes nativos españoles, protestantes o no. Sin embargo, la jurisdicción de la Inquisición se limitaba a los cristianos y no era un instrumento para convertir por la fuerza a los no creyentes. Castigaba la herejía y la apostasía, pero no la profesión de una fe diferente, ya que el bautismo es una condición para la herejía. Por esta razón los judíos, musulmanes e indios americanos quedaban excluidos de su autoridad. La Inquisición jamás persiguió a un judío por el hecho de serlo ni a un musulmán. Persiguió a los convertidos de una y otra fe de quienes se sospechaba, con razón o sin ella, que eran apóstatas secretos. Los moriscos y judíos que rechazaron el bautismo fueron expulsados de España. Pero tampoco se limitaba a la herejía la tarea de la Inquisición: tenía también facultad para los casos de bigamia, sodomía y blasfemia y, a veces, por razón de su eficacia, se le encargaron hasta funciones administrativas, tales como el reforzamiento de las leyes aduaneras en la frontera. De todas estas ocupaciones, sin embargo, una de las más caracterizantes y, quizás, una de las más perniciosas, estuvo relacionada con la cuestión de la limpieza de sangre.
Los cristianos nuevos eran objeto de sospecha y aun de prejuicio, tomando la forma de espíritu exclusivista por parte de los cristianos viejos, ya muy activo antes del establecimiento de la Inquisición española. Ya había habido intentos de apartarles de cargos oficiales, a pesar de las protestas del Papado; pero este prejuicio contra la sangre judía sobrevivió, aun dentro de las órdenes religiosas. Al final del siglo XVI varias organizaciones no permitían el ingreso a las personas de descendencia manchada: la misma Inquisición, las Órdenes de Santiago, Alcántara, Calatrava y San Juan, todos los colegios universitarios y muchos capítulos catedrales –incluido el de Toledo-, donde se promulgaron los primeros estatutos de nobleza, legislación que requería pruebas de nobleza y limpieza de sangre antes de obtener la admisión. Una tal discriminación se reflejaba en la política de la Inquisición, que continuó mirando la ascendencia judía como peligro para la seguridad de la Iglesia y el Estado y cuya sensibilidad a la línea genealógica pareció aumentar luego de la primera campaña que liquidó numerosa cantidad de conversos. La Inquisición, no faltaba más, era el órgano para acreditar la limpieza de la ascendencia. Las instituciones citadas exigían la investigación más rigurosa para señalar la mínima mancha en el más remoto grado de parentesco. Dos eran las causas que en la ascendencia podían provocar una impureza de sangre: por un antepasado que fuera judío o morisco y por uno sentenciado por la Inquisición. Cualquiera que deseara una carrera tranquila en la Iglesia o el Estado –en muchos casos, aun la simple admisión-, pedía a la Inquisición el certificado que diera fe de su limpieza de sangre, para lo cual detallaba su genealogía, presentaba testigos y pagaba una tarifa. Todo el trámite fomentaba el perjurio, el soborno y la confabulación y también daba ocasión para las venganzas. Las familias que gozaban de linaje castellano impecable, libre de sangre judía o morisca, aprovechaban la ocasión para desacreditar a sus rivales en el cargo o la prestancia social, denunciándolo como conversos. A pesar de ello, una amplia minoría de conversos procuró sobrevivir y a lo largo del siglo XVI se los encuentra en ocupaciones comerciales y profesionales. Los cargos en la Iglesia y el Estado no les estaban absolutamente cerrado, aunque los ocupaban en condiciones de inseguridad. Aun durante el reinado de los Reyes Católicos se los puede encontrar en altos cargos; hombres como Luis de Santángel, notario-prebendado del rey Fernando; Alonso de la Caballería, vicecanciller del Consejo de Aragón; fray Hernando de Talavera, confesor de la reina y arzobispo de Granada, todos eran de línea judía; aunque en uno u otro momento todos fueron objeto de sospecha o persecución. En los reinados siguientes los descendientes de conversos todavía procuraron abrirse camino por el mundo; el ejemplo más evidente es Antonio Pérez, secretario de Felipe II. A pesar de todo, rechazados socialmente por los cristianos viejos y mal recibidos como contrayentes matrimoniales, continuaron siendo un grupo cerrado de ciudadanos prácticamente de segunda categoría. Todo ello dejó su huella en la mentalidad castellana; el exagerado sentido del honor y la hipersensibilidad a la ascendencia y a la sangre nacieron y se desarrollaron en estas condiciones y lo que en cierto tiempo había sido, por lo menos en parte, un prejuicio religioso, se convirtió en tentativa de limitar el número de aspirantes a los cargos y a la categoría social.
No contentos con la persecución de los convertidos sospechosos, la búsqueda de la unidad religiosa y la convicción de que era imposible solucionar el problema de los conversos mientras se tolerara a sus hermanos mayores, condujo a los Reyes Católicos a emprender una purga mucho mayor: la expulsión de los judíos. Mientras duró la guerra de Granada, la acción eran impracticable; lo cierto es que los judíos contribuyeron con fuertes sumas a la empresa. Pero su contacto directo y prolongado con numerosos judíos en la Baja Andalucía al tiempo que combatían otra religión extraña, reforzó el deseo de los reyes de la unidad religiosa. Al cabo de unos meses de la caída de Granada promulgaban un edicto -30 de marzo de 1492- por el que se concedía a los judíos un plazo de cuatro meses para bautizarse o abandonar el reino. De un total de 200.000 judíos, prefirieron irse alrededor de 150.000. Portugal recibió muchos de ellos, pero los Reyes Católicos pusieron como condición de la boda de su hija con Manuel I que también fueran expulsados de allí. Otros se dirigieron a Francia, África y el Imperio otomano, estableciéndose en ciudades como Salónica y Constantinopla, donde conservaron su lengua castellana y un odio amargo hacia España.”
John Lynch: España bajo los Austrias. Vol. 1. 6ª ed. Barcelona. Península, 1989. Págs 37-41.

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